Por Joaquin Luna - Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla sino un puñado de lugares de Barcelona que por edad no me correspondía descubrir y a los que mi padre o mis tíos me llevaron por sorpresa. Lo que hoy diríamos “mágicos”, donde asomaba el mundo adulto. Uno fue el Gran Price, santuario del boxeo, donde con diez años asistí a una velada un sábado por la tarde con púgiles extranjeros “primera serie” -un cartel de postín, vaya-. La entrada en la sala oscura, ruidosa y el ring magnético bajo los focos, en un ambiente popular, fumador y masculino, fue inolvidable.
Del Gran Price ya no queda casi ni el recuerdo pero, en cambio, el Flash-Flash sigue tan encantado de conocerse a si mismo como la noche, pocos días después de su inauguración, a la que me llevó mi padre a cenar después de que mi hermano Miguel quedase ingresado en la Clínica Teknon por un ataque de asma, nuestra madre al lado. A una hora muy tardía –al día siguiente había cole- y por sorpresa –como los buenos reportajes y las mejores cosas de esta vida-, me tomé la primera tortilla en un ambiente en las antípodas del Price porque allí destacaban las mujeres hermosas, esas que uno persigue toda la vida con más entusiasmo que éxito. Fui, a los once años, un rehén feliz de mi padre.
-Esta chica es una modelo famosa.
Esa fue la frase cumbre que recuerdo –supongo que para que le oyera la modelo famosa y yo no me durmiese-, bajo una iluminación singular como la del Price pero dirigida al lucimiento colectivo y no al de dos tipos en calzones que se abrazaban sudorosos después de darse una tunda. Yo creo que sudar, lo que se dice sudar, nunca he visto sudar a nadie en el Flash.
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