Nunca me cansaré de la Tortilla de las Niñas por Sergio Vila-Sanjuán
Mis padres nos llevaron a los cuatro hermanos a comer allí cuando llevaba pocos meses inaugurado; Morrosko debía ser apenas un bebé, con lo que sin duda aquella inmersión precoz influyó psicológica y decisivamente para que años más tarde dirigiera el periódico conmemorativo del 25 aniversario del restaurante, que también era el suyo.
Acudíamos bastante en familia en esa época inicial, y yo detecté rápidamente mi plato: la tortilla de las niñas, imbatible combinación de huevo, pollo y bechamel. ¿Cuántas habré ingerido en cinco décadas?
En los años ochenta el Flash Flash constituía un buen punto de aterrizaje, por sus horarios flexibles, para distintos grupos noctámbulos que entonces frecuentaba. Pero sobre todo me sirvió de espacio de encuentro con una de las personas que más me han influído en el plano cultural: el pintor Luis Marsans, con sus melenas plateadas, americana de terciopelo, largo foulard y bastón con elegante empuñadura, charla suave y algo gangosa, inmensos conocimientos y afinadísimos juicios sobre la vida y el arte. Marsans y su esposa Marta eran grandes habituales de la tortillería. Leo en el último libro de Óscar Tusquets que mi añorado amigo se limitaba allí a picotear patatas fritas, pero la verdad es que no guardo ningún recuerdo sobre lo que se llevaba a la boca.
El trayecto desde La Vanguardia hasta el piso de Balmes donde vivo me lleva ahora a pasar a diario frente al Flash Flash (y a detenerme a menudo en la acera de enfrente a saludar a alguien en la barra del Giardinetto). Me fascina la permanencia del interiorismo original, el gran respeto con que se conserva en una ciudad que se ha revelado tan destructiva con los locales históricos. Acudo a veces con mi mujer y mis hijos, la rueda de la vida gira sin cesar. Y pido una vez más tortilla de las niñas.
Tortilla de las Niñas. Fotos Lekuonastudio