Gabo diciendo adiós, por Ignacio Martínez de Pisón
No recuerdo la primera vez que estuve en el Flash Flash, lo que quiere decir que forma parte de mi vida desde siempre, como los amigos antiguos o las costumbres a las que ya no renunciaremos. Cuando empecé a frecuentarlo, allá por los años ochenta, era muy consciente de que no mucho antes lo habían frecuentado los mejores escritores latinoamericanos, lo que te hacía sentir en conexión con lo mejor de la cultura en español (y sin duda mejoraba el sabor de las hamburguesas con alcaparras y las tortillas de bacalao). Creo recordar que Xavi Ayén reproduce en Aquellos años del boom una foto del matrimonio García Márquez en el Flash Flash.
Supongo que descubrieron el restaurante de la mano de sus mejores amigos de Barcelona, Luis y Leticia Feduchi, con los que aparecen en otras imágenes del libro. Todas esas fotografías son de principios de los años setenta. Más de cuarenta años después, en 2014, me llegó precisamente en el Flash Flash (y precisamente a través de alguien cercano a los Feduchi, que fueron los primeros barceloneses en enterarse) la noticia de la muerte de Gabo en Ciudad de México. La conexión directa con Latinoamérica se mantenía.
Esta historia quedaría incompleta si no contara algo que ocurrió una noche de 2008, o tal vez 2009. No fue en el Flash Flash sino en el Giardinetto, su primo hermano y vecino. Acababa de publicarse en inglés la traducción de un libro mío y la traductora, la canadiense Anne McLean, me llamó para decirme que estaba en Barcelona, invitada a un encuentro de traductores organizado por no sé qué institución. Quedé en pasar a buscarla después de la cena oficial, que tenía lugar en Els Quatre Gats y acababa temprano. La idea era irnos a tomar algo, y enseguida se apuntaron a la copa ocho o diez traductores más que no tenían nada mejor que hacer. Los llevé al Giardinetto. Debíamos de estar a mediados de semana y no había nadie en la parte de abajo. De hecho, tampoco arriba parecía haber muchos clientes. Mientras el señor Ángel nos servía las copas, los traductores hablaban de cosas de su oficio y, con leve jactancia, aprovechaban para deslizar los títulos de las novelas más importantes que les había tocado traducir. Sólo los más reputados y veteranos habían traducido a autores del boom, que eran objeto de veneración por parte de todos. En el curso de la conversación nadie subió o bajó por las escaleras. En un momento dado, todos volvimos la mirada y los vimos: Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes bajaban despacio, cogidos del brazo, las cabezas muy juntas, hablándose al oído o tal vez no diciéndose nada. Su aparición, que tuvo algo de sobrenatural, dejó a todo el mundo sin habla. Tras recibir los parabienes de los traductores, los dos ancianos escritores salieron en compañía de sus respectivas mujeres a coger un taxi. Su imagen marchándose despacito tenía todo el aroma de las despedidas. Fuentes volvió por Barcelona en 2011, un año antes de morir. García Márquez ya nunca volvió.