Karin Leiz, cofundadora del Flash Flash
“Queríamos un restaurante en el que se respirara mucha libertad”
¿Cómo surgió la idea de crear el Flash Flash hace 50 años?
Leopoldo Pomés y yo éramos muy amigos de Alfonso Milá y su mujer Cecilia santo Domingo. La relación era muy bonita. Éramos muy amigos. Teníamos ganas de descubrir cosas, de poner ideas en común. Un fin de semana de Año Nuevo nos fuimos a Londres. Queríamos ir al mejor restaurante, pero estaba todo lleno, como es natural y acabamos cenando en el restaurante de un Hilton. Estábamos decididos a que aquello no nos amargara la noche. Fue muy divertido. Bebimos champán y empezamos a hablar de tortillas. Alfonso y Leopoldo eran adictos a la tortilla francesa.
¿Cómo te haces adicto a la tortilla francesa?
Comiendo las de Alfonso. Él hacía las mejores tortillas francesas. Eran untuosas, redonditas y perfectas, sin color adicional al amarillo. No podías decirle nada mientras las preparaba.
¿Así que aquella Noche Vieja en el Hilton de Londres hablabais de tortillas?
Sí y también de montar un restaurante solo de tortillas. Podía parecer que había sido una idea de noche de alcohol, pero no. Al llegar a Barcelona nos pusimos en marcha y eso que nadie de nosotros sabía nada de hostelería. Yo me puse a buscar recetas tortillas por todo el país. Di con unas 160 y pico. No había internet y muy pocos libros de cocina. Fui averiguando por vía oral y apuntando. Recuerdo una de tortilla de patatas con mucho perejil no te puedes imaginar lo buena que estaba.
Pero en la carta había mucho más que las tortillas
Eso fue idea de Cecilia. Dijo que no podíamos dar solo tortillas y propuso hacer hamburguesas como las de P.J. Clark’s en Nueva York. Así que cogimos un avión, nos fuimos al restaurante. Era un local sólido, con paredes de ladrillo, con mucha historia. Cecilia se metió en la cocina y pidió la receta de las hamburguesas y logró que le explicaran como las hacían. Ella tenía mucho mundo, mucha educación y sentido del humor. Sabía hablar con arriba y con abajo. Era colombiana, de una familia con mucho dinero, pero nunca lo dio a entender. Al revés, se preocupaba por el precio de las cosas. Era muy transparente y cuando no estaba de acuerdo en algo, te cuestionaba con una sonrisa, pero también se podía poner muy dura. No dejaba pasar ni una.
¿Cómo disteis con el local?
Bueno, buscamos un lugar en la calle Tuset que hace 50 años era el eje de la Barcelona más moderna y divertida. Pero lo que vimos era demasiado caro. Así que Alfonso y Leopoldo se fijaron en un almacén que había en una calle próxima. Recuerdo que era un local de chocolates Blanchard. Ofrecía posibilidades muy exiguas, pero estaba cerca de Tuset y era más barato. Además, La Granada del Penedés me recuerda a las calles traseras de las grandes avenidas de Nueva York, donde están las basuras, los camiones de reparto. Me gustaba este ambiente más clandestino.
Y ese local lo transformasteis en una fotografía en blanco y negro.
Con ayuda de Federico Correa. El nombre de Flash Flash fue idea de Alfonso, que estaba entusiasmado con la profesión de Leopoldo. El logo lo hizo Francesc Daniel. Escribió tortillería con letras blanduchas y enseguida fue aprobado.
¿Cómo era el tándem Alfonso Milá-Federico Correa?
Federico era más imaginativo y Alfonso se preocupaba por los detalles prácticos, los buenos acabados y la estética. Federico era más de poner en pie una idea y Alfonso la afinaba con ayuda de Cecilia.
Y trabajaron codo a codo en el diseño del restaurante.
Sí, y quisieron basarse en la fotografía en blanco y negro. Buscaban algo rompedor y muy gráfico. Las imágenes de la fotógrafa que decoran el local, por ejemplo, están hechas en un blanco y negro muy estricto, sin grises. Fue idea de Leopoldo, que trató las imágenes en el laboratorio, como si fueran grafismo.
¿Cómo fue la sesión de fotos con las modelos que hacían de reportera?
Leopoldo trabaja mucho sobre el terreno. Escogía a la chica que le gustaba y probaba. Pero en esta ocasión no salía. Probó con varias pero todas hacían las mismas posturas de modelo y no servían. Yo, mientras tanto, iba haciendo el payaso al lado de Leopoldo dirigiendo a las modelos. Conocía muy mi trabajo y lo que buscaba Leopoldo. Y entonces, Leopoldo propuso que ya que lo tenía tan claro porqué no posaba yo. Había cumplido ya los 30 años y hacía tiempo que no trabajaba de modelo, pero probamos.
Primero con minifalda y botas, como quería Leopoldo, pero le convencí de que una reportera debía vestir de otra manera, con pantalones de pata de elefante y cinturón bajo. Leopoldo Rodés, amigo nuestro, nos dejó su gorra de pata de gallo. La gorra acabó cogiendo un color amarillo sepia, que es del tabaco que se fumaba.
Los baños también eran muy diferentes.
Aquí queríamos aportar algo nuevo. El ambiente debía continuar en el baño para que la gente no se sintiera expulsada. Se hicieron rojos, con más lujo incluso que el propio restaurante. Esto fue muy importante.
Y tenían una señora que los cuidaba.
La llamábamos Madame Pipí. Era una andaluza, de nombre Rosario, muy buena persona. También hacía de tabaquera, un papel que copiamos de Nueva York. Se paseaba con la bandeja de los cigarrillos y los puros. Fue un elemento muy popular en el restaurante. Era estupenda. A mi me reñía porque no me maquillaba bastante. Registraba hasta si yo pesaba 100 gramos más o menos. Conocía muy bien a los clientes.
Desde el primer momento cuidasteis mucho el servicio de sala.
Encontramos a Manuel Orquín, un maitre que venía del Terminus, un restaurante clásico y de nivel, que acaba de transformase en cafetería. Antes, había trabajado diez años en el hotel Savoy de Londres. Conocía muy bien la profesión y sabía mandar. Él impuso un estilo de lujo en un restaurante sin manteles como era el nuestro y este contraste fue un acierto. Cuando se jubiló porque ya no le aguantaban las piernas, se mantuvo el estilo y así hasta hoy: ni displicente, ni diferente, ni malo, claro.
Pero, ¿cómo tuvisteis éxito sino teníais ninguna experiencia?
Como Leopoldo y Alfonso no tenían ni idea de restauración contactaron con el empresario de hostelería más importante de Barcelona, que no entendió nada y les desmontó el proyecto del Flash de arriba abajo. Entonces, Paco Farreras, gerente del estudio de Leopoldo, nos puso en contacto con un amigo andorrano que le había ayudado a escapar a Francia durante la guerra civil. Se llamaba señor Casas y tenía un hotel en el Pas de la Casa. Era muy simpático y muy pragmático. Le chocaba lo que hacíamos, pero nos animó. Era muy progresista. No desestimaba lo que no conocía. Nos dio muchas pistas y se entusiasmó tanto con la idea que Leopoldo y Alfonso decidieron hacerlo socio.
¿Cómo os preparasteis para abrir?
Hicimos un mes de pruebas con amigos. Venían arquitectos, fotógrafos, escritores. Gabriel García Márquez, por ejemplo, venía cada día a cenar. También venían modelos porque había tres agencias que estaban cerca. Al principio no nos salía nada y el día antes de abrir al público recuerdo que Orquín, muy serio dijo que no dudaríamos ni un año. No por las carencias del servicio o la calidad de la comida, sino porque veía al restaurante demasiado moderno. Pero eso es, precisamente, lo que queríamos, un restaurante donde se respirara mucha libertad. Que se comiera bien pero que el cliente se encontrara como en casa. Los cubiertos debían ser de muy buena calidad, igual que las servilletas, grandes y de algodón bueno. Eran muy importantes que no hacía falta vestir las mesas con manteles si la superficie era tan blanca y estaba limpia.
Y abristeis hasta la madrugada.
Abrimos el 3 de julio de 1970. Los primeros clientes fueron un padre y su hijo. Pidieron una Coca-Cola y un batido. Leopoldo y yo, que estábamos sentados en una de las mesas que hay entrando a la derecha, les invitamos. Luego llegó todo el mundo y fue una locura. Se llenó hasta arriba. Tuvo demasiado éxito y todo iba mal. El primer mes fue un sufrimiento, una angustia, porque los platos no salían como tenían que salir y el servicio era lento y había demasiada gente. Además, abríamos desde primera hora de la mañana, para dar desayunos, hasta las dos de la madrugada. Pero nos dimos cuenta de que era imposible cuadrar los turnos del personal. Así que prescindimos de los desayunos y decidimos abrir a la una de la tarde.
Dabais de cenar hasta muy tarde.
Sí, porque era una carencia clamorosa de Barcelona que no pudieras cenar después de ir al cine, al teatro o a un concierto.
¿Erais conscientes de que habías creado un restaurante tan rompedor?
Sí, y nos daba un poco de respeto pensar en que se quedara en una moda, que no continuara la atracción por este local. El secreto del éxito, en todo caso, ha sido cuidar tanto la comida. El contenedor ha arropado la calidad de la comida. Ha habido altibajos, pero nunca se ha abandonado el afán de mejorar y estar en la onda. Cuando tuvimos una clientela constante, pensamos en ofrecer algo más que tortillas y hamburguesas. Instauramos la carta del día, con arroz y pescado.
Y ofrecíais ensaladas, algo que tampoco era habitual.
Las ensaladas vienen de mi parte alemana. En Alemania se aprecian mucho. Los alemanes las hacen muy bien y son muy variadas. Viajamos a Francia e Italia y veíamos que tenían ensaladas a la vista. Y a Alfonso se le ocurrió el exhibidor de ensaladas: Lechugas, palmitos, apio, remolacha… El cliente escogía y luego también los aliños. En la época esto era muy nuevo, y daba mucha sensación de frescura. A medida que las ensaladas cogieron importancia en otros restaurantes y quedó como algo simple, nosotros nos pasamos a mostrar cómo se hacían las ensaladas. Es una idea copiada de los restaurantes asiáticos, donde casi todo se hace a la vista.
El frescor de las ensaladas no encajaba mucho con el tabaco que se fumaba.
Es verdad que el ambiente irrespirable pero también agradable por el tipo de gente que había. El tabaco creaba un ambiente de estar muy bien. Era como estar en casa.
Ya no se fuma en los restaurantes
Y me parece bien. Y yo que soy fumadora me enorgullezco de poder comer durante una hora y media sin encender un cigarrillo.
Eres muy buena cocinera.
Cuando me casé con Leopoldo no sabía hacer más que café. Pero para mi nueva familia, la comida era muy importante. Se comía sencillo, pero muy bien. Todo se medía con lupa. Así que fui a buscar un libro de recetas a una papelería de barrio y tuve mucha suerte porque me dieron uno de Ignasi Doménech, pequeño, muy sencillo, en catalán. Yo entonces sabía poco catalán, pero me puse las pilas. También empecé a hacer un archivo con fichas de recetas. Tenía miles. También en libretas. Me faltaba tiempo para hacerlo. Y hoy sigo cocinando, especialmente verduras. Me hace feliz cocinar todos los días.